Hace un par de días recibimos una tarjeta agradeciendo por haber asistido al funeral del tío de Loly, Toño Chacana. Cuando finalmente murió, tío Toño había padecido tozudamente los embates de un cáncer de colon, usando el buen humor para exprimirle un segundo más a su existencia. Chacana había sido un personaje muy conocido en los círculos de la noche cruceña. Siempre presto a producir a grandes y pequeños músicos, era uno de esos promotores invisibles del jolgorio ajeno. Cuando llegué al velorio empecé a intuir cuan irreal iba a transcurrir la jornada. El día en que familiares y amigos lo despidieron era, precisamente, el día del músico.
Inmediatamente me vino a la mente aquel cuento que García Márquez nunca escribió. Para aquel fallido cuento Gabo se inspiró en un sueño donde se veía muerto, festejando con sus amigos más entrañables en medio de su propia procesión fúnebre. El autor de “Cien años de Soledad” nunca pudo darle el tono preciso de fiesta perfecta con la cual soñó, por eso lo abandonó. Mientras recordaba aquello se iban llenando las sillas en medio del patio, a la sombra de una parra de uva. El ataúd estaba a un costado, escondido en un cuarto en penumbras, acompañado por una pareja de ancianos. El señor usaba tirantes y vestía pulcramente. Se podía ver que eran extranjeros. Eran los padres del muerto que llegaron apenas a tiempo para pasar el último día con vida de su hijo. Luego los cantos comenzaron. En un improvisado escenario fueron desfilando, cantantes de música oriental, rockeros, jóvenes con cabello largo y tatuajes, señoras de mediana edad con un potente do de pecho, nuevos cantantes, músicos viejos, autores de siempre. Todos rindiendo el último tributo a su amigo, llorando y cantando.
Muchas veces la forma como morimos define, en un instante, la esencia de nuestro paso por la vida. Recordé a Alberto, acabado también por un cáncer de estomago, producido con toda seguridad por sus más de 20 años de alcoholismo sin pausa. Siempre asiduo de la casa de mis suegros, era el que ayudaba acá y molestaba allá. Algunas veces se ausentaba días, semanas, pero sabíamos que aparecería tarde o temprano, con su mirada vidriosa, cariñoso si era el final de la tarde. La última vez se perdió por casi un año, y aunque sabíamos que el hombre estaba enfermo nos sacudió la noticia de su muerte. Era, al final de cuentas, parte de la familia. Cuando le contamos por teléfono a mi suegro la noticia, nos contó que la noche anterior se había soñado con él. Alberto se despedía de su amigo mostrándole sus botas nuevas.
También recordé a Don Wilson, amigo de mi padre. Recordé su rostro moteado por la viruela y como expresaba la seguridad de un hombre que no pide disculpas por el desorden que deja a su paso por el mundo. En sus últimos días, a pesar de estar recluido a la silla de ruedas, no ansió ni por un segundo que sus días se acabasen pronto. El hombre era orgulloso. Cuando finalmente la certeza de la muerte lo invadió, en una solitaria noche en la cama de un hospital, trató de dar pelea y le pidió al muchacho que lo cuidaba que cerrará la puerta, porque su alma se quería escapar.
Todo esto me cayó como una epifanía al llegar al cementerio. Mientras escuchaba a un trompetista afligido con todo el dolor del mundo despedir a su amigo con sordas notas, reconocí al hombre apoyado en un mausoleo humedecido por el tiempo. Morocuá, el payaso más famoso del pueblo, lloraba también.